Llevaba cada caramelo a mi boca con calma, casi que con un sentido de lo ritual, cerrando los ojos y concentrándome en la deliciosa experiencia. Llovía fuerte. Se desataba lo que podría llamarse como la furia de la naturaleza, el reclamo enérgico sobre el por qué los seres humanos la maltratamos tanto.
En mi alma, en mi corazón, me esmeraba por escuchar cómo caía cada gota, hasta sentir que el tiempo pasaba lento. Cada pulso de mis venas, cada latido en mi pecho resonaba en mis oídos, pesados, acompasados, despacio…
En aquel instante, no había nada más. Me permití interrumpir mis reflexiones y darle gusto a mi vida consintiendo mis sentidos, despertándolos, absorbiendo, captando cada sonido, cada movimiento, cada degustación…cada aroma.
Darse un espacio para sí mismo, vendarse los ojos, acallar las voces de nuestro interior, silenciarlas y hacer que nuestros procesos intelectuales se frenen por un rato. Detenerse por un momento en la carrera de la vida para detallar lo que el mundo tiene para ofrecernos. El aroma del café recién hecho, el olor a humedad después de la lluvia, el fresco perfume mentolado de los árboles. Así, todo un universo, muy diferente, se abre a nosotros. Para entender a veces es necesario ver con los ojos del alma.
No necesariamente porque tengamos la capacidad para ver, significa que podamos disfrutar a plenitud de todo aquello que nos circunda. De vez en cuando no está de más comprender el por qué las personas ciegas tienen la habilidad de desnudarnos el alma con mayor facilidad que aquellos que nos ven.

